Paris, 7 octubre 2010 —
Damas y Caballeros:
Por desgracia, mis compañeros docentes en Chicago me impiden asistir a la ceremonia y debate, así que me veo obligado a agradecer por carta a Prescrire por el gran placer y honor de haber sido seleccionado como uno de los ganadores del Premio Prescrire de 2010.
Como londinense y como europeo que tiene vínculos estrechos con París y con Francia, la concesión de este premio significa mucho para mí. Deseo que el Premio Prescrire de 2010 sirva para llamar la atención sobre las maneras arrogantes, fortuitas y a veces ridículas con las que se aprobaron formalmente 112 trastronos mentales nuevos en 1980. Ese año apareció en los EEUU y en el resto del mundo la tercera edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales; cientos de páginas más largo que su anterior versión, dicho volumen iba a revolucionar el paisaje de las decisiones sobre salud mental en nuestras escuelas, tribunales, prisiones y sistemas sanitarios.
Uno de los más prominentes de los nuevos trastornos era la fobia social. Se decía que ésta existía en los individuos que evitan los baños públicos, que no les gusta hablar delante de los demás o que les preocupa ensuciarse las corbatas con comida en las restaurantes, esto último, claro está, si es que da la casualidad de que van con corbata a los restaurantes. Por desgracia, no se trata de un chiste. Cuando más de la mitad de cualquier población – incluida Francia y EEUU – se define como tímida, un diagnóstico psiquiátrico que incluya el miedo a hablar en público está alarmantemente cerca de considerar la introversión como un trastorno mental. Lo bastante cerca, al menos, como para que el DSM incluya una advertencia acerca de los riesgos de dicha confusión. Lo bastante cerca, además, como para que las compañías farmaceúticas perciban un mercado global de dos mil millones de dólares aguardándolas. ¿Las consecuencias? Millones de niños y estudiantes toman hoy en día, entre otros antidepresivos y antipsicóticos, Paxil (Seroxat o Motivan). Verán, hay que ser muy fluido en el lenguaje farmacéutico, además de implacable al revelar los secretos corporativos, para analizar los verdaderos efectos mundiales de un fármaco sobre la salud pública.
La APA (Asociación Psiquiátrica Norteamericana) probablemente no era muy consciente de cuánto había en realidad en sus registros cuando nos concedió a mi editorial y a mí permiso ilimitado para citar lo que había descubierto en sus archivos. Pero lo que me encontré allí era a la vez surrealista y alarmante – incluidos razonamientos científicos para la aprobación formal de nuevos trastornos mentales que, en ocasiones, hacían referencia únicamente a un paciente con el comportamiento en cuestión. Por desgracia, por increíble que parezca, tenemos que fiarnos de la palabra de los psiquiatras incluso para eso.
He presenciado altercados académicos que avergonzarían a un niño de cinco años, con respecto a quién iba a lograr introducir su investigación y sus resultados finales en uno de los manuales diagnósticos más influyentes del mundo. He visto correspondencia donde psiquiatras punteros escribían diagnosticando a sus críticos y rivales los mismos trastornos que ellos mismos pretendían hacer oficiales. He seguido discusiones, también, a la inclusión de nuevos trastornos que no sólo citaban a Alicia en el país de las maravillas, de Carroll, sino que también le hacían sentir a uno, como a Alicia, que estaba cayendo por una madriguera de conejo intelectual o bien tomando té con un sombrerero loco.
Al mando del grupo de trabajo del DSM-III, Robert Spitzer despachó los criterios para dos nuevos trastornos en cuestión de un par de minutos. Sorprendidos, incluso sus colegas no podían dar crédito a semejante velocidad. Uno de los participantes contaría después en la revista New Yorker (enero 2003): “Había muy poca investigación sistemática [en lo que hacíamos] y muchas de las investigaciones existentes era más bien un batiburrillo –dispersa, inconsciente y ambigua. Pienso que la mayoría de nosotros admitía que la cantidad de ciencia, buena y sólida, sobre la que basábamos nuestras decisiones era bastante escasa”.
Los aspectos más surrealistas de la novela de Carroll, siguen siendo, claro está, ficción. Por desgracia, no se puede decir lo mismo del trastorno de personalidad esquiva, convertido en trastorno después de una discusión centrada en si las personas diagnosticadas preferían ir en su propio coche o en trasporte público al trabajo (por supuesto, esto era en Nueva York, una de las pocas ciudades del país con una red ferroviaria de entidad). Tampoco es ficción que el gigante farmacéutico angloamericano GlaxoSmithKline gastara más de 92 millones de dólares en el año 2000 en una campaña para promover los diagnósticos del trastorno de ansiedad social. La denominaron: “Imagina ser alérgico a las otras personas”.
En momentos así, se nos podría perdonar si pensáramos encontrarnos en el universo de la película Blade Runner, o tal vez en mitad de Un mundo féliz, de Huxley, donde el soma es tan omnipresente que se toma al menor síntoma de angustia. Pero se trata de nuestro mundo y de nuestra sociedad de 2010. Y el verdadero y deprimente resultado de semejantes distorsiones, como descubrió en enero de 2008 la New England Journal of Medicine, fue que todos los dieciocho años de historia de los antidepresivos ISRS habían sido manipulados por informes falsos y por la comprobada desinformación de los datos negativos. Ensayos clínicos enterrados en archivadores, destinados a no salir jamás a la luz simplemente porque sus resultados no le convenían a la casa farmacéutica en cuestión, que a su vez pagaba para que se evaluara su propio producto. Sobre la base de este pasado reciente y respaldados por una ciencia tan cuestionable, hemos estado medicando a millones de personas por todo el mundo.
En la actualidad, existe un debate académico serio en los EEUU y en otros lugares acerca de si la apatía (uno de los efectos de los antidepresivos ISRS, por cierto) habría de ser incluida como trastorno mental en el DSM-V. Los expertos continúan sopesando cuánto tiempo podemos (o deberíamos) trabajar y jugar online antes de padecer el trastorno de adicción a Internet. En este mismo año, la discusión “médica” sobre el trastorno hipersexual se ha centrado intensamente en la vida conyugal de diversos famosos, al tiempo que los expertos debatían, muy en serio, qué cantidad de sexo es suficiente o excesiva antes de ser disfuncional. Uno no puede evitar preguntarse lo que pensaría Foucault de estas tendencias, si estuviera vivo y pudiera escribirlas.
Lo que mi libro ha conseguido, de un modo que los lectores del los DSM no pudieron hacer, fue juntar las piezas de cuántos de los 112 trastornos llegaron a existir en primer lugar. Como he dicho, tuve acceso y he podido citar libremente toda la correspondencia, documentos y votos que circularon entre bastidores. En los tiempos en los que no existía el correo electrónico y en los que la información crítica no podía eliminarse con pulsar una tecla, estos documentos escritos permitieron a la Asociación Psiquiátrica Norteamericana patologizar comportamientos rutinarios como el miedo a hablar en público – comportamiento para los que se han prescrito y se siguen prescribiendo antidepresivos a millones de personas en todo el mundo.
Gracias por reconocer la importancia de este asunto, así como la necesidad de una mayor conciencia pública de sus efectos en la vida real sobre nuestros hijos, nuestros estudiantes, nuestros vecinos y nuestras comunidades.
Profunda y sinceramente agradecido,
Christopher Lane
Chicago, 23 de septiembre de 2010.